viernes, 20 de enero de 2012

Hirayabashi vs. USA




El pasado 2 de enero falleció Gordon Hirabayashi, un estadounidense descendiente de japoneses que se negó a ser tratado como un enemigo de EEUU tras el ataque a Pearl Harbour por la aviación kamikaze en 1942. Pasó dos años en la cárcel al no aceptar la irracional realidad que quería imponerle su gobierno: crear un Guantánamo light para más de 100.000 personas que tenían vínculos con Japón. Primero fue el toque de queda y prefirió no cumplirlo. Luego le dijeron que subiera a un autobús para viajar a miles de kilómetros y ser internado en el desierto de Arizona. No pudo hacerlo. Hirabayashi comenzó así un viaje surrealista...

Juez Harlan F. Stone
Zanjar un asunto de un martillazo se puede entender de muchas maneras. Algunas son aparentemente legales. El juez Stone tenía 71 años y estaba como una rosa en esos menesteres, aunque nadie en ese momento sabía que le quedaban tres años de vida. El ruido de la cabeza del martillo golpeando la madera tuvo eco en la mente de Gordon Hirabayashi porque todo a su alrededor se hizo silencio mientras una sensación de indefensión nacía en el pulgar de su pie derecho con ansias expansivas y trepadoras. Tras oír el juicio de Stone sintió que habían quemado la Constitución americana ante su cara. El juez sentenció con ímpetu yankee, fuerte, secamente, en posesión de una verdad llegada desde la granítica y pálida Nueva Inglaterra. "¡Noventa días de prisión más el tiempo que ya ha pasado encerrado!", dictaminó Stone. Apenas tres meses, se dijo Hirabayashi sin acabar de entender lo ocurrido, fue como despertarse en un manicomio del siglo XIX plenamente cuerdo y con locos babeantes y ojos desorbitados intentando convencerte de algo con mugidos. En toda esa calurosa confusión que empezaba a recorrerle el cuerpo, le sobrevino una pregunta. ¿Qué acababa de pasar justo después de escuchar su condena? ¿Se acababa de ofrecer a ir andando desde Seattle a una prisión de Tucson, Arizona? Rebobinó la conversación y no daba crédito: 

Stone: Hay un problema. Debido a los recortes que sufrimos no hay modo de trasladarle hasta Tucson.
Hirabayashi: ¿Y por qué no voy por mí mismo?

Los ojos rasgados y tranquilos de Gordon Hirabayashi contemplaron como un tipo que debía ser él mismo se ofreció a viajar 2.600 kilómetros para encerrarse durante tres meses en una prisión junto a todos los japoneses afincados en la costa oeste, considerados peligrosos por el gobierno de su país. Quizás quiso colaborar en algo en la obra fantástica que se desarrollaba entorno a él. Tal era su alucinación. Se vio a sí mismo haciendo la pregunta. La sensación nacida en su pie superaba ya su cintura y le temblaban las piernas. La corte le escribió una carta en la que decía que iba camino de prisión y que le dejaran en paz. Porque... ¿Qué coño hacía un tipo con pinta de japonés viajando por las carreteras norteamericanas en 1943 en plena guerra con Japón?

Hirabayashi en los años 40.
Viajar es lo que se proponía el joven Hirabayashi, pero para eso necesitas un medio de locomoción. Desde el martillazo del juez y la conversación surrealista, llevaba unas dos semanas pateando ya. Pudo ser el tiempo que había estado encarcelado o el pensar en las situación que vivía desde hacía más de un año, pero no cayó en que el racionamiento de gasolina al que obligaba la guerra que iba a comenzar en el Pacífico había dejado las carreteras americanas casi vacías. Iba a ser difícil hacer autostop. Y andar voluntariamente miles de kilómetros en pleno verano para encerrarte en una prisión en el desierto no parece una idea genial, solo una ocurrencia que te ofrece espacio y tiempo. Tiempo para pensar; espacio para reordenar las ideas. El cerebro necesita comodidad ante estas situaciones inexplicables que a veces desbordan a las personas y se hace preguntas con la intención de encontrar un sentido a lo vivido. Por ejemplo: ¿Cómo pasa uno de estar a un suspiro de graduarse en la universidad a ser un preso por el hecho de negarse a montar en un autobús en un país libre? Fácil explicación, para Hirabayashi y, al mismo tiempo, difícil de comprender: Gordon era un chaval hijo de una frutera y un verdulero, o viceversa, en su cuarto año de universidad cuando Pearl Harbour fue arrasada por la aviación de Japón, el país de sus padres. En ese momento no imaginó siquiera que debiera preocuparse por sus padres, que no reunían los requisitos para ser nacionalizados ni aún habiendo parido tres hijos en un país de inmigrantes. Ni qué decir que tampoco imaginó entonces que le fuera a pasar algo a él. El bombardeo fue un horror, como lo que empezaría a vivir dos meses después, en febrero de 1942. Las medidas antiespionaje del gobierno Roosevelt obligaban a todo japonés residente en la costa oeste del país, plus descendientes, a estar en casa antes de las ocho de la noche. Los primeros días del toque de queda los compañeros de la residencia YMCA de la Universidad de Washington le buscaban por el campus para que lo cumpliera y no sufriera problemas. No le gustaba hacerlo, pero lo acataba con insondable paciencia asiática. Con una dignidad extraña. Y sin embargo, se le agolpaban las contradicciones. ¿Qué tenía él que ver con un kamikaze? ¡Si no había estado en Japón en su vida! ¿Por qué representaba un peligro para el país que amaba? ¿Era por su aspecto asiático? ¡Absurdo!, se decía.

No era un rebelde en busca de una causa, era un tipo normal. Nació y creció en América, su acento era americano, sus gustos, amaba a su país, la comida, las costumbres americanas, todo. Una tarde primaveral caminaba apresurado hacia su residencia de estudiantes apurando los segundos antes de las ocho y algo, sin conocer el qué -un latigazo mental, una sensación cercana al cortocircuito, como una reacción anafiláctica del cerebro a una idea que no le entraba en la cabeza-, le indicaba que iba en la dirección equivocada. No estaba bien, simplemente no podía volver a la residencia. ¿Por qué él sí y no el resto de sus compañeros caucasianos? Se dio media vuelta y volvió a la biblioteca a estudiar. ¿Toque de queda? A la mierda. Le denunciaron por negarse a cumplirlo. Antes del verano, la comandancia militar de la costa oeste ordenó trasladar a 112.000 japoneses y japoamericanos a campos de internamientos en el interior del país.

Quizás no ayudó aquello que escribí, pensaba mientras se acomodaba en la cuneta de una carretera para pasar la noche: “Esta orden para la evacuación en masa niega el derecho a la vida”. Caminando hacia prisión no dejaba de tener la sensación de estar haciendo algo grande. Tumbado a la intemperie, pateando caminos, viendo el cambio de vegetación desde la húmeda Seattle hasta los desiertos de Nevada, lo abrupto de la naturaleza, las puestas de sol en las llanuras, las montañas... El escenario de un hombre libre, de un ciudadano con derecho para ir donde le apetezca en el momento que le apetezca sin riesgo a que se juzgue su origen o ascendencia. Por eso no subió a aquel autobús rumbo a un campo de internamiento. No importaba cuanto le suplicaran sus padres o cuanto llorara su madre delante de aquel autobús. Lo intentó: hizo los preparativos como todo el mundo, llego incluso a prepararse la maleta. Pero al final se negó. No podía subirse a un autobús que le llevara a una prisión en un estado desconocido por él y los suyos en mitad de la nada. No pudo. Hasta entonces había hecho todo lo que le habían pedido sus padres, su país. Pero no pudo. Daba igual si los propios japoamericanos le afeaban su actitud. Se dio la vuelta, ni loco subiría al autobús, y se entregó al FBI. Ante todo se consideraba un buen ciudadano. Un ciudadano dispuesto a batirse por la quinta enmienda. Cuando tuvo la posibilidad de pagar una fianza de 500 dólares, la rechazó para no quedar libre y ser internado. Bajo ningún concepto accedería hasta que la Justicia se pronunciara. ¿Acaso el gobierno hacía lo mismo con los descendientes de los alemanes? ¿Qué pasa con todos los italianos de Brooklyn, Manhattan, el Bronx, la ciudad de Nueva York entera? El mundo está en guerra y qué. No dejaba de ser irónico que desde un principio se negara a subir al autobus y que a su vez aceptara trasladarse él mismo a la prisión. Pero había algo en todo ello: posiblemente la negativa a ser tratado como ganado sospechoso. Fue su último pensamiento antes de cerrar los ojos. Su cuerpo intentaba encontrar la posición en la cuneta, incómodo, dolorido y cansado, mientras sus pensamientos se atenuaban hasta dormirse...

Uno de los campos de internamiento.
A la mañana siguiente se levantó cerca de las Vegas. Quedaba un buen trecho y en la lucha entre su mente y sus piernas, se acabaron imponiendo las piernas o bien la mente fue piadosa. Pagaría un billete de autobús de su bolsillo y al poco llegó a las puertas de la prisión de Tucson.

Hirabayashi: Buenas tardes, soy Gordon Hirabayashi. He venido a cumplir mi condena.
Funcionario: Déjeme comprobarlo... Mmmmmm... No aparecen sus papeles. Oiga, ¿se ha mirado en un espejo? Tiene un aspecto deplorable...
Hirabayashi: Seguramente, llevo mucho tiempo caminando. ¡Muchos kilómetros!, exclamó con voz cansada.
Funcionario: Pues en el registro no aparece. Si fuera usted yo me volvería a casa.

No fue la perspectiva de desandar más de dos mil kilómetros sino el deseo de no meterse en más líos lo que hizo que Hirabayashi insistiera: Mire bien, por favor...

Funcionario: Hagamos una cosa, ¿por qué no se va al pueblo y se ve una buena película? Después puede degustar la comida local...

Comedor del campo.
Una última cena en libertad, debió pensar Hirabayashi que aquello le pareció un final adecuado para su viaje. Hizo lo que le dijeron. Y al volver, todo estaba en regla. En el futuro, no pensó en exceso en esa última cena.
Lo que más le gustaba de la prisión era la comida. Hasta llegó a escribir una carta al chef felicitándole. Y entiéndase que para los presos el cocinero es un verdugo que no acaba de liquidarles definitivamente. El cocinero se debió emocionar y le puso a trabajar con él. Hirabayashi desarrolló una pasión por el pan en la cárcel en la que fue encerrado junto al resto de los más de 100.000 conciudadanos de ojos rasgados que fueron considerados susceptibles de solidaridad para con el emperador japonés. No importaba si dos tercios de ellos eran estadounidenses. Tener los ojos rasgados o un padre japonés parecía suficiente. Cuando Hirabayashi salió quiso desarrollarse en el mundo de las panaderias, pero no pudo. La historia le reservaba otros retos. La suerte de Hirabayashi es que siempre se supo ganador... Era una cuestión de conciencia.

Apuntes:

Tres fueron los hombres que se negaron a montar en el autobús. Gordon Hirabashi, en Seattle. Minoru Yasni, un abogado de Oregón. Y Fred Korematsu, un soldador de California. Aunque también hubo alguna mujer valiente Mitsuye Endo.

Entre 110.000 y 120.000 personas fueron internados en diversos campos tras la destrucción de la flota del Pacífico en la isla de Oahu, Hawai, el 7 de diciembre de 1941. La decisión obedeció a temores racistas de diversos grupos de presión blancos. Dos tercios de los internos eran nacidos en EEUU, la mayoría no había visitado Japón siquiera. El absurdo se dispara con el siguiente dato: un tercio de los habitantes de Hawai, el lugar del ataque de la marina nipona, eran de origen japonés, más que los existentes en California, y solo internaron al uno por ciento. (Galería fotográfica)

Una familia regresa a casa. "No queremos japos", dice la pintada.
Canada optó por la misma medida. Muchos, al igual que los estadounidenses internados, eran granjeros de éxito. Muchos encontraron sus casas saqueadas tras el internamiento y la mayoría perdió sus propiedades. 

Gordon Hirabashi volvió a estar preso un año más después de su acto de desobediencia civil. Le llamaron a filas lo cual le supuso un problema por su pacifismo (inculcado por la religión de sus padres, cristianos de inspiración cuáquera). Pero lo que le volvió a hacer clic en la mente fue cuando le pidieron que firmara un papel renunciando a cualquier lealtad al emperador Hirohito. Él volvió a preguntar si los hijos de los italianos habían hecho lo mismo con el Duce y los alemanes con Hitler. Sin la respuesta deseada, volvió a decirlo: “no voy a firmarlo. Esto es discriminación racial”. 

Al salir de la cárcel y no encontrar trabajo como panadero (la sentencia "fue demasiado corta para convertirse en un panadero experto") entendió que "era un mensaje para acabar graduándose" y se licenció como sociólogo en la Universidad de Washington. 

"Japos seguid caminando. Esto es vecindario blanco".
"Con la tinta de su tesis aún fresca", emigró. Hecho entendible si revisamos los hechos, una consecución de conflictos que bien podría ser el sueño dorado de un psicoanalista: el país de los padres destroza la flota del país del hijo. El país del hijo mete a los padres en un campo de internamiento y al hijo también. Hijo y padres salen para ver cómo les ha cambiado la vida sin comerlo ni beberlo. Para rematar, el país del hijo suelta dos bombas atómicas sobre el de los padres. Fue profesor universitario en Líbano, Egipto y Canada.

En la primera mitad de los años 80, Peter Irons, profesor de la Universidad de California en San Diego encontró documentos que prueban que el Gobierno Federal escondió la realidad antes de ordenar el internamiento de los japoneses. El FBI argumentó en su momento que eran granjeros sin capacidad dañina para el país y se negó a los internamientos. El ocultamiento de estos datos sirvió para que la Corte Suprema decidiera revocar todas las sentencias en contra de los estadounidenses de origen japonés.

En 1988, el gobierno estadounidense decidió recompensar a todos los internados con 20.000 dólares por persona. 

Gordon Hirabayashi murió a los 93 años siendo considerado un pionero del movimiento por los derechos civiles. Lo hizó junto a sus hijos y segunda mujer. Su ex esposa murió diez horas después de que él lo hiciera. Nunca quiso ser tratado como un héroe en casa o en la vida pública. Su versión de lo ocurrido fue una defensa de la constitución americana.  Sufría Alzheimer. Nos falta saber si murió recordando lo que hizo...
Gordon K. Hirabayashi
Seattle (EEUU), 1918- Edmonton (Canada), 2012
"La Constitución no es más que un trozo de papel si los ciudadanos no estamos dispuestos a defenderla". 





2 comentarios:

  1. Buenisima historia. Gracias! Y de un gusto literario exquisito ;-)

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  2. Gracias a ti buen señor!! A ver cuándo me sale un bartleby finlandés...;-)

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