Gordon Hirabayashi |
El pasado 2 de enero falleció Gordon Hirabayashi, un estadounidense descendiente de japoneses que se negó a ser tratado como un enemigo de EEUU tras el ataque a Pearl Harbour por la aviación kamikaze en 1942. Pasó dos años en la cárcel al no aceptar la irracional realidad que quería imponerle su gobierno: crear un Guantánamo light para más de 100.000 personas que tenían vínculos con Japón. Primero fue el toque de queda y prefirió no cumplirlo. Luego le dijeron que subiera a un autobús para viajar a miles de kilómetros y ser internado en el desierto de Arizona. No pudo hacerlo. Hirabayashi comenzó así un viaje surrealista...
Juez Harlan F. Stone |
Stone: Hay un problema. Debido a los
recortes que sufrimos no hay modo de trasladarle hasta Tucson.
Hirabayashi: ¿Y por qué no voy por
mí mismo?
Los ojos rasgados y tranquilos de
Gordon Hirabayashi contemplaron como un tipo que debía ser él mismo
se ofreció a viajar 2.600 kilómetros para encerrarse durante tres
meses en una prisión junto a todos los japoneses afincados en la
costa oeste, considerados peligrosos por el gobierno de su país.
Quizás quiso colaborar en algo en la obra fantástica que se
desarrollaba entorno a él. Tal era su alucinación. Se vio a sí mismo haciendo la pregunta.
La sensación nacida en su pie superaba ya su cintura y le temblaban
las piernas. La corte le escribió una carta en la que decía que iba
camino de prisión y que le dejaran en paz. Porque... ¿Qué coño
hacía un tipo con pinta de japonés viajando por las carreteras
norteamericanas en 1943 en plena guerra con Japón?
Hirabayashi en los años 40. |
No era un rebelde en busca de una
causa, era un tipo normal. Nació y creció en América, su acento
era americano, sus gustos, amaba a su país, la comida, las
costumbres americanas, todo. Una tarde primaveral caminaba apresurado
hacia su residencia de estudiantes apurando los segundos antes de las
ocho y algo, sin conocer el qué -un latigazo mental, una sensación
cercana al cortocircuito, como una reacción anafiláctica del
cerebro a una idea que no le entraba en la cabeza-, le indicaba que
iba en la dirección equivocada. No estaba bien, simplemente no podía
volver a la residencia. ¿Por qué él sí y no el resto de sus
compañeros caucasianos? Se dio media vuelta y volvió a la biblioteca a
estudiar. ¿Toque de queda? A la mierda. Le denunciaron por negarse a
cumplirlo. Antes del verano, la comandancia militar de la costa oeste
ordenó trasladar a 112.000 japoneses y japoamericanos a campos de
internamientos en el interior del país.
Quizás no ayudó aquello que escribí, pensaba mientras se acomodaba en la cuneta de una carretera para pasar la noche: “Esta orden para la evacuación en masa niega el derecho a la vida”. Caminando hacia prisión no dejaba de tener la sensación de estar haciendo algo grande. Tumbado a la intemperie, pateando caminos, viendo el cambio de vegetación desde la húmeda Seattle hasta los desiertos de Nevada, lo abrupto de la naturaleza, las puestas de sol en las llanuras, las montañas... El escenario de un hombre libre, de un ciudadano con derecho para ir donde le apetezca en el momento que le apetezca sin riesgo a que se juzgue su origen o ascendencia. Por eso no subió a aquel autobús rumbo a un campo de internamiento. No importaba cuanto le suplicaran sus padres o cuanto llorara su madre delante de aquel autobús. Lo intentó: hizo los preparativos como todo el mundo, llego incluso a prepararse la maleta. Pero al final se negó. No podía subirse a un autobús que le llevara a una prisión en un estado desconocido por él y los suyos en mitad de la nada. No pudo. Hasta entonces había hecho todo lo que le habían pedido sus padres, su país. Pero no pudo. Daba igual si los propios japoamericanos le afeaban su actitud. Se dio la vuelta, ni loco subiría al autobús, y se entregó al FBI. Ante todo se consideraba un buen ciudadano. Un ciudadano dispuesto a batirse por la quinta enmienda. Cuando tuvo la posibilidad de pagar una fianza de 500 dólares, la rechazó para no quedar libre y ser internado. Bajo ningún concepto accedería hasta que la Justicia se pronunciara. ¿Acaso el gobierno hacía lo mismo con los descendientes de los alemanes? ¿Qué pasa con todos los italianos de Brooklyn, Manhattan, el Bronx, la ciudad de Nueva York entera? El mundo está en guerra y qué. No dejaba de ser irónico que desde un principio se negara a subir al autobus y que a su vez aceptara trasladarse él mismo a la prisión. Pero había algo en todo ello: posiblemente la negativa a ser tratado como ganado sospechoso. Fue su último pensamiento antes de cerrar los ojos. Su cuerpo intentaba encontrar la posición en la cuneta, incómodo, dolorido y cansado, mientras sus pensamientos se atenuaban hasta dormirse...
Quizás no ayudó aquello que escribí, pensaba mientras se acomodaba en la cuneta de una carretera para pasar la noche: “Esta orden para la evacuación en masa niega el derecho a la vida”. Caminando hacia prisión no dejaba de tener la sensación de estar haciendo algo grande. Tumbado a la intemperie, pateando caminos, viendo el cambio de vegetación desde la húmeda Seattle hasta los desiertos de Nevada, lo abrupto de la naturaleza, las puestas de sol en las llanuras, las montañas... El escenario de un hombre libre, de un ciudadano con derecho para ir donde le apetezca en el momento que le apetezca sin riesgo a que se juzgue su origen o ascendencia. Por eso no subió a aquel autobús rumbo a un campo de internamiento. No importaba cuanto le suplicaran sus padres o cuanto llorara su madre delante de aquel autobús. Lo intentó: hizo los preparativos como todo el mundo, llego incluso a prepararse la maleta. Pero al final se negó. No podía subirse a un autobús que le llevara a una prisión en un estado desconocido por él y los suyos en mitad de la nada. No pudo. Hasta entonces había hecho todo lo que le habían pedido sus padres, su país. Pero no pudo. Daba igual si los propios japoamericanos le afeaban su actitud. Se dio la vuelta, ni loco subiría al autobús, y se entregó al FBI. Ante todo se consideraba un buen ciudadano. Un ciudadano dispuesto a batirse por la quinta enmienda. Cuando tuvo la posibilidad de pagar una fianza de 500 dólares, la rechazó para no quedar libre y ser internado. Bajo ningún concepto accedería hasta que la Justicia se pronunciara. ¿Acaso el gobierno hacía lo mismo con los descendientes de los alemanes? ¿Qué pasa con todos los italianos de Brooklyn, Manhattan, el Bronx, la ciudad de Nueva York entera? El mundo está en guerra y qué. No dejaba de ser irónico que desde un principio se negara a subir al autobus y que a su vez aceptara trasladarse él mismo a la prisión. Pero había algo en todo ello: posiblemente la negativa a ser tratado como ganado sospechoso. Fue su último pensamiento antes de cerrar los ojos. Su cuerpo intentaba encontrar la posición en la cuneta, incómodo, dolorido y cansado, mientras sus pensamientos se atenuaban hasta dormirse...
Uno de los campos de internamiento. |
Hirabayashi: Buenas tardes, soy Gordon
Hirabayashi. He venido a cumplir mi condena.
Funcionario: Déjeme comprobarlo...
Mmmmmm... No aparecen sus papeles. Oiga, ¿se ha mirado en un espejo?
Tiene un aspecto deplorable...
Hirabayashi: Seguramente, llevo mucho
tiempo caminando. ¡Muchos kilómetros!, exclamó con voz cansada.
Funcionario: Pues en el registro no
aparece. Si fuera usted yo me volvería a casa.
No fue la perspectiva de desandar más
de dos mil kilómetros sino el deseo de no meterse en más líos lo
que hizo que Hirabayashi insistiera: Mire bien, por favor...
Funcionario: Hagamos una cosa, ¿por
qué no se va al pueblo y se ve una buena película? Después puede
degustar la comida local...
Comedor del campo. |
Lo que más le gustaba de la prisión era la comida. Hasta llegó a escribir una carta al chef felicitándole. Y entiéndase que para los presos el cocinero es un verdugo que no acaba de liquidarles definitivamente. El cocinero se debió emocionar y le puso a trabajar con él. Hirabayashi desarrolló una pasión por el pan en la cárcel en la que fue encerrado junto al resto de los más de 100.000 conciudadanos de ojos rasgados que fueron considerados susceptibles de solidaridad para con el emperador japonés. No importaba si dos tercios de ellos eran estadounidenses. Tener los ojos rasgados o un padre japonés parecía suficiente. Cuando Hirabayashi salió quiso desarrollarse en el mundo de las panaderias, pero no pudo. La historia le reservaba otros retos. La suerte de Hirabayashi es que siempre se supo ganador... Era una cuestión de conciencia.
Apuntes:
Tres fueron los hombres que se negaron a montar en el autobús. Gordon Hirabashi, en Seattle. Minoru Yasni, un abogado de Oregón. Y Fred Korematsu, un soldador de California. Aunque también hubo alguna mujer valiente Mitsuye Endo.
Entre 110.000 y 120.000 personas fueron internados en diversos campos tras la destrucción de la flota del Pacífico en la isla de Oahu, Hawai, el 7 de diciembre de 1941. La decisión obedeció a temores racistas de diversos grupos de presión blancos. Dos tercios de los internos eran nacidos en EEUU, la mayoría no había visitado Japón siquiera. El absurdo se dispara con el siguiente dato: un tercio de los habitantes de Hawai, el lugar del ataque de la marina nipona, eran de origen japonés, más que los existentes en California, y solo internaron al uno por ciento. (Galería fotográfica)
Canada optó por la misma medida. Muchos, al igual que los estadounidenses internados, eran granjeros de éxito. Muchos encontraron sus casas saqueadas tras el internamiento y la mayoría perdió sus propiedades.
Una familia regresa a casa. "No queremos japos", dice la pintada. |
Gordon Hirabashi volvió a estar preso un año más después de su acto de desobediencia civil. Le llamaron a filas lo cual le supuso un problema por su pacifismo (inculcado por la religión de sus padres, cristianos de inspiración cuáquera). Pero lo que le volvió a hacer clic en la mente fue cuando le pidieron que firmara un papel renunciando a cualquier lealtad al emperador Hirohito. Él volvió a preguntar si los hijos de los italianos habían hecho lo mismo con el Duce y los alemanes con Hitler. Sin la respuesta deseada, volvió a decirlo: “no voy a firmarlo. Esto es discriminación racial”.
Al salir de la cárcel y no encontrar trabajo como panadero (la sentencia "fue demasiado corta para convertirse en un panadero experto") entendió que "era un mensaje para acabar graduándose" y se licenció como sociólogo en la Universidad de Washington.
"Japos seguid caminando. Esto es vecindario blanco". |
En la primera mitad de los años 80, Peter Irons, profesor de la Universidad de California en San Diego encontró documentos que prueban que el Gobierno Federal escondió la realidad antes de ordenar el internamiento de los japoneses. El FBI argumentó en su momento que eran granjeros sin capacidad dañina para el país y se negó a los internamientos. El ocultamiento de estos datos sirvió para que la Corte Suprema decidiera revocar todas las sentencias en contra de los estadounidenses de origen japonés.
En 1988, el gobierno estadounidense decidió recompensar a todos los internados con 20.000 dólares por persona.
Gordon Hirabayashi murió a los 93 años siendo considerado un pionero del movimiento por los derechos civiles. Lo hizó junto a sus hijos y segunda mujer. Su ex esposa murió diez horas después de que él lo hiciera. Nunca quiso ser tratado como un héroe en casa o en la vida pública. Su versión de lo ocurrido fue una defensa de la constitución americana. Sufría Alzheimer. Nos falta saber si murió recordando lo que hizo...
"La Constitución no es más que un trozo de papel si los ciudadanos no estamos dispuestos a defenderla".
Buenisima historia. Gracias! Y de un gusto literario exquisito ;-)
ResponderEliminarGracias a ti buen señor!! A ver cuándo me sale un bartleby finlandés...;-)
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