lunes, 19 de diciembre de 2011

Al campeón no le gusta pegar (I)


Floyd Patterson, el boxeador pensativo
La tarde del 25 de septiembre de 1962 el campeón del mundo de los pesos pesados más joven de la historia del boxeo preparaba su bolsa de equipaje antes de la defensa de su título del modo más extraño. Como si fuera a perder. En su cabeza no resonaban las palabras de su rival Sonny Liston ("Me gustaría pasarle por encima con un camión"), tampoco tambores de guerra, quizás sí Music for lovers only, el disco que el campeón escuchaba tumbado en su casa de campo mientras descansaba entre la comba y el saco. Lo que es seguro es que cualquiera pensaría que el campeón prefería no pelear aquella noche tan solo con echar un ojo dentro del maletín que llevaría al estadio: unas gafas oscuras, una barba hecha a medida, sombrero, gabardina... Un disfraz ideal para quien quiere desaparecer.


Floyd Patterson puede que haya sido el campeón de los pesos pesados más extraño de la historia. Nunca fue arrogante, ni se abonó a las bravuconadas de cualquier púgil. Andaba por el mundo confesando sus miedos, hablando de sus dudas abiertamente. Había ganado los prestigiosos Guantes de Oro dos veces (Golden Gloves, 1951 y 1952), además de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Helsinki. Se había ganado el derecho a considerarse el tipo más duro del mundo, pero no acababa de creérselo. ¡Ey, Floyd!, podían preguntarle:¿Te consideras un gran campeón?. Y contestaba: "No soy un gran campeón; soy un campeón a secas". Los periodistas ingleses llegaron a apodarle Freud Patterson y no iban desencaminados. Patterson es el primer deportista al que el periodismo aplicó el enfoque psicoanalítico en sus textos.

De niño, Floyd nunca se duchó con agua caliente en casa. Eran los años 40 y los negros no tenían referentes sociales en lo que fijarse, era un sector de la población abatido, sin amor propio, hijos de esclavos. El pequeño Floyd fue un niño negro más de los suburbios de Brooklyn con un punto autodestructivo. Se odiaba a sí mismo por no poder ayudar más a su familia -dos padres y once hijos- y borraba su cara con una equis en todas las fotos que salía. Cuando su padre llegaba cada noche agotado y se quedaba dormido con la ropa puesta, Floyd aprovechaba para quitarle los zapatos y lavarle los pies. Sufría pesadillas, pero adoraba la oscuridad. La del cine de su barrio, donde se escondía desde la sesión matutina hasta la última. O la de su escondite particular: un agujero en el túnel del metro de la estación High Street de Brooklyn donde los obreros guardaban sus herramientas. "Cubría el suelo con papeles, me echaba a dormir y encontraba la tranquilidad", confesaría con el tiempo. Floyd era ya un pequeño delincuente hasta que un juez le internó en un centro para chicos problemáticos y años más tarde cayó en las manos de uno de los entrenadores de boxeo más auténtico que ha existido nunca, Cus D'Amato, un tipo que atraía a su gimnasio a plumas como la de Norman Mailer o Guy Talese. Buscaba un campeón, pero no cualquiera.

D'Amato y Patterson esperando a la campana
D'Amato enseñó a Patterson lo que era la introspección. A los periodistas les encantaba y no era solo el hecho de que el ítaloamericano mantuviera alejada del gimnasio a la Mafia, controladora del deporte de puños en aquella época y de sus apuestas. Gustaba porque era un filón para cualquier plumilla: vivía en un agujero de su gimnasio únicamente con su perro, regalaba el dinero, le servía para tirarlo "desde el último vagón de un tren en marcha". Leía a Nietzsche, historia militar, nunca iba en metro por si le tiraban a la vía, temía que hubiera francotiradores apostados en los edificios. De niño ayunó durante larguísimos días para no sufrir cuando alguien le quitara la comida. El miedo es bueno, decía, te mantiene alerta: es tu amigo. Y había encontrado a su campeón. Un campeón de ojos tristes, vidriosos. Un tipo con mucho miedo.

La década de los 50 avanzaba hacia una sociedad que iba a ver como temblaban sus cimientos a ritmo de rock and roll, con Elvis moviendo las caderas y Chuck Berry encendiendo los escenarios con su guitarra. Malcom X proclamaba que el hombre blanco es un "diablo" creado erróneamente por científicos negros. Martin Luther King hablaba de integracionismo... Había un nuevo espacio para que un hombre negro fuera todo un ejemplo de cómo ha de comportarse un campeón del mundo. Patterson siempre se mostró como un caballero, deseaba caer bien a todo el mundo. Era educado con todos, respetuoso. Hablaba a favor del integracionismo... Y llegó Sonny Liston. Condenado por robo a mano armada, relacionado con la mafia, malcarado, decían que despreciaba a cualquier ser al tiempo que él era despreciado, de mala vida, incluso llegó a ejercer de matón. Nadie quería pelear con él. Nadie quería que fuera su vecino. El estado de Nueva York se negaba a concederle la licencia de boxeo, nadie estaba dispuesto a darle una oportunidad para redimirse. Salvo por Patterson.

Se avecinaba no solo un combate. Era 1962. Dos hombres negros iban a destrozarse y los poderes de la sociedad no podían quedarse al margen. El movimiento pro derechos civiles de Martin Luther King no quería cambiar a Patterson por Liston. El ejemplo de Patterson, su ternura, su voluntad por integrarse, todo constituía una lógica nueva para un pueblo que luchaba por sus derechos civiles. Los negros vivían en la vergüenza en aquella década y veían que el mundo de los blancos empezaba a resquebrajarse, grietas por donde colarse, por donde empezar a ser libres, fracturas que dejarían atrás el mundo de Liston, la lógica del chulo, de la puta, de un mundo de trabajo de sol a sol sin derechos ni posibilidades de futuro. Era eso o la lógica de Liston: la violencia gratuita, la del negro malo que viene a reclamar siglos de injusticia a los blancos. En ese contexto sonó el teléfono de la casa de Floyd Patterson. Era una invitación a la Casa Blanca. John F. Kennedy, el presidente más joven de Estados Unidos quería reunirse con el campeón del mundo más joven. "Mira", le dijo directamente tras un preámbulo de conversación, "tienes que ganarle a ese hombre".

La noche del 25 de septiembre de 1962 hacía un frío anormal para la ciudad de Chicago. La niebla cubría los rascacielos. Los White Sox recibían a los odiados Boston Red Sox. Iba a correr la sangre, esta noche la ciudad del viento iba a presenciar una película de vaqueros. Una en la que "tiene que haber un bueno y un malo. Para eso paga la gente, para ver cómo le pegan al malo", anunció Liston,  "así que yo soy el malo. Pero voy a introducir una ligera modificación: no voy a perder". Estaba todo listo en Comiskey Park. Estrellas, mafiosos, hombre masticando tabaco y puros, aficionados que se resistían a pensar que el deporte había perdido todo su encanto de antaño si alguna vez lo tuvo... Subió Liston al cuadrilátero vistiendo boxers negros. Subió Patterson, vestido de blanco... Liston examinaba insultantemente a su rival centímetro a centímetro. Patterson miraba al suelo. Tenían quince asaltos por delante. En sus televisores la América bienpensante y progresista aguardaba un combate para el futuro. Y sonó la campana. "Cuando sonó la campana y salí del rincón, en vez de ver a Liston, fue como si tuviera enfrente a toda esa gente, de las cosas que me decían y de lo que pretendían que hiciese". Tinc, tinc. (CONTINUARÁ...)

2 comentarios:

  1. Me reafirmo en lo que dije en otro de tus escritos: eres un crack escribiendo. ¿Y la continuación de esto?

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